05 Mar POESÍA MEXICANA: UNA JACARANDA EN MEDIO DEL PATIO DE ZEL CABRERA

Zel Cabrera (1988). Poeta y periodista mexicana. Becaria del Programa de Jóvenes Creadores del FONCA (2017- 2018) y de la Fundación para las Letras Mexicanas (2014-2015). Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Tijuana 2018. Es autora de los libros Perras (FCE/Tierra Adentro, 2019), La arista que no de toca (IMAC, 2019), Una jacaranda en medio del patio (Instituto Sinaloense de Cultura, 2018) y Cosas comunes (Simiente, 2019; Ediciones Liliputienses, 2020).
EL NOMBRE DEL PASADO
Decir que algo es falso o verdadero,
no importa —no demasiado—
lo importante es la intención,
lo importante es decirlo,
aunque lo digas mal.
Repetir algo hasta que sale bien,
ensayar la palabra como cuando
aprendí a hablar y dije “mamá”
y la repetí por toda la casa,
descifrando mi origen,
dándole peso a las palabras.
Como ahora la memoria se reconfigura
al intentar ponerle un orden a las fechas,
a las anécdotas, no fallar en esta narración,
en este cúmulo de datos biográficos,
en esta fotografía familiar.
Decir por ejemplo que tengo cinco tías,
siete primas y una abuela,
decir que fueron viudas, solteronas,
mujeres que trabajaron.
Darle sus nombres al pasado,
alimentarlo,
repartirlo en alientos,
en oraciones que conformen
las que fuimos,
las que somos.
En esta memoria caben todas las fotos viejas,
las anécdotas de mis tías,
sus miedos, los míos,
la jacaranda que mi bisabuela les regaló a sus hijas
y que ellas sembraron en medio del patio.
Aquí empieza la vida, les dijo, aquí empiezan ustedes.
Y poco a poco la vida se les fue desmadejando
como un carrete de hilo
que se extiende por los años hasta llegar a mis venas.
PUTA
Como una consigna,
como todas las consignas,
nos dicen que debemos guardarnos
al primer amor – al único-
pero ay de aquella que no quiera
que desea abrir las piernas por dinero o por amor
o por calentura.
Aquella libre de prejuicios,
aquella que no siguió el consejo de la tía Chonita,
aquella que olvidó,
aquella que sabe que la moral se distrae en cualquier rama,
para atorarse y volverse a atorar,
hasta que es suficiente, hasta el hartazgo
hasta que conoces otra rama,
más larga, más gruesa,
más apetitosa que la anterior.
Y la memoria se convierte en muchas anécdotas,
dicen de ti que has amado mucho.
Te conviertes en la comidilla del pueblo,
en la que tuvo más amantes
que zapatos en el clóset,
entonces ya te llaman puta,
en la plaza te gritan güila
con la mirada fija en tu escote,
en la minifalda ceñida al cuerpo.
II
Y pobre de ti, zorra,
porque alguien va a querer insultarte,
matarte,
sólo por ser mujer,
sólo por pensarte libre
van a azotarte con los ojos
reprobando tu sexo,
esa forma tuya de coger,
de andar suelta
probando aquí
y calentando allá.
III
Todo el mundo querrá tocar tu entrepierna,
romper tus pequeños calzones
con los dientes, probarte,
estrujarte en carne viva,
oír tus gritos en medio de la madrugada,
sentir tus uñas, tus cabellos empapados de sudor.
Y aún así, te llamarán puta.
Negarán esas ganas,
no,
que nadie sepa que quieren decirte:
mi pequeña puta,
mi puta.
Sin reconocer ese deseo tibio,
secreto,
escociéndoles la entraña,
cuando te miran
rodeando la plaza
pagando las cuentas del banco,
comprando legumbres en el mercado
como cualquier otra.
POLOCHA
Con una máquina Singer,
mi abuela cosía
cualquier clase de prenda
que las vecinas del barrio
le encargaran;
— lo mismo dobladillos escondiendo fatiga,
vestidos blancos para navegar una iglesia
o sábanas nupciales para tender en los balcones—
Mi abuela Sinforosa
almidonaba por las tardes aquellas prendas
para que no perdieran la pulcritud
y la finura con la que siempre hizo las cosas.
Era devota a los hilos
lo mismo que al Sagrado Corazón de Jesús,
por eso una estatua la vela,
la acompaña en la tormenta
y cuando no hay alguien cerca,
le dice: Polocha, no estás sola.
II
Con una máquina de coser Singer
y muchas oraciones,
mi abuela alimentó a cinco hijos,
así crio también al muchacho viejo que era mi abuelo
y las mujeres viudas que fueron sus hermanas,
así dio recuerdos y risas a los que pasaban por su casa.
III
Recuerdo poco de mi abuela;
su nombre, su máquina vieja,
el olor a tinte cada que teñía su cabello,
sus tretas para hacerme tomar agua.
Recuerdo también el día de su muerte
y mi previo afán de sacarla del hospital
sobornando a doctores con dibujitos.
Recuerdo ya muy pocas cosas de mi abuela,
he vivido más años extrañándola que conociéndola.
Todavía, en noches de insomnio,
intento recordar su timbre de voz,
no puedo.
Acaso sé que para vivir
cosía
en una máquina vieja.
IV
Cuando murió mi abuela
el mundo de todas
se detuvo.
Las cosas empezaron a pasar
como en cámara lenta.
La casa poco a poco fue
llenándose de parientes,
vaciándose de muebles
como en una mudanza
porque así es la muerte en las provincias;
algo que mueve,
algo que por nueve – quizá once – días
nos transforma en copal, rezos
y varias docenas de sillas blancas.
Porque la muerte es algo que nos muda
a un tiempo que sólo entiende
de flores blancas, aves marías
y camposantos.
V
Cuando murió Polocha,
su ausencia se hizo la presencia de todas,
sus hermanas llegaron a disponer
la comida y el café del novenario
—que no dijeran que mis tías no sabían cocinar,
que no se dijera que no sabían enterrar a sus muertos,
y si algo dominaban bien mis tías, eran los novenarios,
era su arte hacer de la muerte un ritual ordenado y generoso—
Como en una fiesta,
su velorio se hizo banquete,
no faltó el mole verde,
el atole de galleta,
los tacos de canasta,
las chalupitas, las torrejas.
No faltaron rezanderas, cirios
y una cruz de tierra.
VI
No faltaron manos pero sobraban lágrimas,
sobraba una tristeza que inundó también a las vecinas
como si su muerte significara la de una celebridad.
La casa estuvo desbordada de mujeres
a las que mi abuela les había regalado
un consejo,
un caldo de pollo,
un abrazo.
VII
Cuando mi abuela murió,
alguien atravesó un coche a mitad de la calle
Quiero pensar que aquellos que pretendieron circular
ese día,
dieron una vuelta
y guardaron el silencio cómplice de la pérdida.
VIDEOPOEMA: EL NOMBRE DEL PASADO EN LA VOZ DE ZEL CABRERA
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