02 Feb SOBRE «ORATORIO» DE MARÍA NEGRONI: «CANTAR EL EXILIO COMO ACTO DE FE», POR ANALÍA DE LA FUENTE

La literatura parece ser el epicentro alrededor del cual transcurre el presente de la poeta argentina María Negroni. No es casual que en uno de sus últimos trabajos haya escrito: “Los libros son la estela donde vibra, por momentos, aquello que no podré tener” o “la vida y la literatura, siendo ambas insuficientes, alumbran a veces –como una linterna mágica− la textura y el espesor de las cosas, la asombrada complejidad que somos”.
2021 ha sido un año de logros y reconocimiento.
Publicó Oratorio (en Argentina y España, bajo los sellos Bajo La Luna y Vaso Roto respectivamente) y El corazón del daño (Literatura Random House). Un poemario y una novela cuya complicidad mutua podríamos detectar de inmediato y leer como cofradía de obsesiones textuales y sensitivas.
Se reeditaron sus libros La anunciación, El testigo lúcido, Pequeño mundo ilustrado y Cuaderno alemán.
La anunciación fue traducida al sueco e Interludio en Berlín al inglés.
Salió en Libros del Zorro Rojo La miniatura incandescente, libro de cuartetos de Emily Dickinson que seleccionó, prologó y tradujo. Entregó como compiladora y editora lo que será Paraíso de nadie, un tercer libro de poemas aún inéditos de Susana Thénon que ya está en manos de la editorial Corregidor para salir al mundo en marzo de este 2022.
Se suma a la actividad silenciosa y solitaria de leer, escribir y traducir el rol, que asumió en 2013, como directora de posgrado de la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, usina de escritoras y escritores de generaciones diversas que llegan desde distintos puntos cardinales del país y, en algunos casos, del exterior. Allí, a su vez, es docente y coordina un Proyecto de Investigación poética en base al Fondo Thénon, que ella misma donó al Archivo del Instituto de Arte y Cultura “Norberto Griffa” de dicha Universidad en 2016.
Por último, en diciembre pasado, fue galardonada con dos Premios Municipales: en la categoría ensayo, por su trilogía La noche tiene mil ojos (compendio de Museo Negro, Galería fantástica y Film noir publicado por Caja Negra en 2015) y en el rubro poesía por Archivo Dickinson (2018).
Parece ser que 2021 ha sido el tiempo de condensación de décadas de trabajo. La obra de María Negroni reúne hasta el momento decenas de libros, compuestos principalmente por poemas y ensayos. Un rasgo distintivo los marca como el fuego: un detenimiento obstinado en el vínculo incompleto (y milagroso) que existe entre el lenguaje y todo lo demás. Cada libro es fruto de una voluntad férrea abocada al arte del error. Su autora, como Alicia, camina desconcertada y a tientas en museos fabulosos, avanza a lo largo de galerías en que habita (o se esconde) la maravilla.
Nihil non iisdem verbis redderetur auditum
Plinio
Natura di cose altro non è che nascimento
di esse in certi tempi e con certe guise
Vico
La puerta de entrada al espacio sagrado de Oratorio es una cita, un encuentro con la palabra ajena. L’attention est la prière naturelle de l’âme dice la poeta invitando a una voz del siglo XVII francés a su libro. La voz huésped es aliada del pensamiento religioso y, cómo no, de la filosofía. Porque hay quienes creen que solo puede buscarse la deidad a través del pensamiento cuando éste se reconoce como emoción. Malebranche abre el portal de ingreso a la música diáfana y severa de este libro. ¿Será acaso el epígrafe un modo de augurar el entramado que la lectura depara entre fe, conciencia y lenguaje?
Avancemos lentamente.
El poemario es un paseo musical, otra pieza más del arte de excavar en la lengua madre para desarmar palabras grandes (espera, amor, vocabulario, nadie, ley, tiempo, herida, exilio, viaje, nosotros) y empezar a armarlas desde los cinco sentidos del cuerpo, acompañados ellos por un sentido adicional: la curiosidad infinita de la infancia. En el merodeo por el parque de los grandes nombres nos encontramos con más preguntas que respuestas:
de qué estupor se trata
quién o qué se ausenta
en el Palacio
del Vocabulario
Con total convencimiento se afirma: “En la palabra jardín/ crecen manzanas”. Y es la misma voz la que se hunde y nos lleva hacia la incertidumbre cuando dice “la nada que no sabe/ qué pasa en el lenguaje/ si nieva en el jardín”. El arrullo del canto adormece y, de golpe, sacude, despabila.
La voz de estos versos acuña un ritmo pausado, encantamiento sutil, así lo percibimos los lectores en la abundancia de espacios en blanco que rodean el surco de cada verso. Son, en gran parte, versos de arte menor interrumpidos cada tanto por líneas más extensas. Una plebe de pequeñas piezas de utilería para el desconcierto. Es cierto que entre ellas hallamos versos más largos que bien podríamos comprender como la unión de otros más breves que han querido encontrarse y permanecer. Cada poema es un espacio de calma donde se dice desde el quiebre, porque haberse puesto a jugar con la lengua tiene sus consecuencias y sus precipicios. El ritmo es prolijo, suerte de vestido armónico para este rosario en treinta cuentas. Tres decenas de plegarias donde la juntura entre palabra y silencio, en la falsa inocencia de una musicalidad para el sosiego, desgarra. Y lo hace mediante el metro breve, monótono de las nanas, como un corazón que pulsa, late y acuna. No obstante, al menor descuido, la cántiga sacude el sentido común amputándole a la lengua aquello que, a fuerza de costumbre y repetición, ha logrado instaurar. El arrullo de la música viene de la mano con mensajes que son látigos para la percepción honda. Porque, lectores, el niño que llevamos dentro ya es un adulto capaz de adentrarse en estos estallidos. De ese modo se sospecha:
alguna realidad
más íntima que lo real
debe haber
alguna profecía
en los alrededores de la circunstancia
alabado seas Nadie
O incluso se sentencia:
y es otra vez la más antigua
de todas las cosas
buscando abrigo en lo efímero
como si fuera
el tan desprestigiado
ruiseñor
y he aquí que se yergue
en la canción vencida
y se desvive y clama
por alcanzar el sentido
−no el nombre−
de la voz carnal
La poesía de María es así: una niña juega a portarse bien mientras hace las ruinas de su mundo imaginario. Somos sus testigos y sus niños de Hamelin.
La cadencia de adagio recorre este credo y solapa una revolución que no es superficial ni externa sino grave e interior (por ejemplo, finísima intuición/ de no haber sido/ más que orfandad/ acampando en las tinieblas). Solo partiendo desde lo más íntimo se puede concebir el mundo. Entonces hay que entrar a este templo con cuidado. Podemos atravesarlo sin haber entendido demasiado. Necesitamos atención plena para continuar, urge ese sostén que no es sino, como lo concebía Simone Weil (1), una forma elevada del amor, una ofrenda desinteresada y genuina. El santuario aquí es una esfera nívea en el lenguaje que exige al lector el mismo compromiso de la niña que juega seriamente en la escansión de cada línea. Su juego es crear las palabras para invitarnos al caos, y sólo desde allí “pensar con el alma entera” (2). Lo dado es una gran estafa en la que no logra detenerse y sentirse cómoda, por eso avanza desde la incomprensión.
Aquí las palabras enfrentan a las cosas, dicen sobre ellas sabiendo que lo dicho resultará incompleto. Se fastidian por la falta de docilidad que habita el vínculo entre la materia y sus nombres. Y entonces los poemas cantan un modo inédito de mirar y pronuncian avatares escondidos en el hilo invisible que une el lenguaje a las cosas. Encuentran en su andar otras leyes:
conversa el río con la piedra
la piedra con la orilla
y la orilla consigo misma
pero nosotros nunca llegamos al concierto del mundo
no somos ni habremos sido
más que una mezcla
de barca y bruma
Este poema habla de cercandades: río, piedra, orilla confabulados en la lengua para transformarnos. En simultáneo, es evocación de un desencuentro que nos alcanza hasta volvernos también imagen acústica, somos parte de ese afuera innombrable o nombrable apenas, “mezcla de barca y bruma”. Y las cosas, entre las cuales estamos, “también están en las palabras/ por su ausencia”. Todo significante será parte del vacío: ¡aún en los intentos por imaginar otras posibilidades!, ¡a pesar de nuestra fe en esa herramienta mágica que es el lenguaje hacedor de nuestras ficciones cotidianas! En el grado cero del poema todo vocablo es deixis pura, significante a llenar en el contexto de la enunciación. Lector a solas en medio del poema, en su aquí y su ahora extemporáneos. El planteo no es otro que el de Ireneo Funes a quien “no sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversas formas; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)” (3). Como el personaje de Borges, la voz de este libro busca perfeccionar los mecanismos de la lengua, acoplarlos a su memoria (o a alguna otra, a la que le toque en suerte en cierta escena de lectura), e intenta además envolver las palabras desde el ejercicio máximo de los sentidos para brindarles aquello que la afectividad tiene para darles. Por eso nos ofrece múltiples visiones de un “nosotros”, nos invita a pensar cómo se construye esa unión tan fácil de pronunciar y cómo nos decimos con frecuencia desde palabras tan poco precisas:
alabado seas Nadie
que te eriges al centro
donde él estuvo y yo estaba
y nosotros a veces
tan pocas veces
Nuestra sibila canta: “con un poco de suerte/ se hace un idioma/ en la boca”, acaso la suerte sea la voluntad que podamos darle a nuestro decir, el empeño en lograr que aquello que decimos se acerque cada vez, un poco más, a nosotros mismos.
Como si todo se tratase de un merodeo alrededor del origen, hay en este oráculo (cómo leer de otro modo estos poemas) dos actantes primordiales: conciencia y herida. En el origen todo era uno. In utero es la ausencia total de deseo y dolor. Somos allí el universo. No hay conciencia que nos aleje. El alumbramiento es separación. La lengua, la conciencia son desgarro, “certera irrealidad/ clavada en el costado”. La llaga crea distancia, y comenzamos a ser en el mundo sin ser el mundo mismo. Si el hombre viene de la Naturaleza para que la Naturaleza se entienda a sí misma, como quiso Aristóteles en el libro IV de su Metafísica, debemos reconocer ese destino como, por lo menos, trágico. Antes de la conciencia y el lenguaje éramos uno con el universo. Ser una conciencia que lo piensa, en vez de ser él mismo, duele. La conciencia de la separación resquebraja. Porque no sólo debemos coexistir con nuestra propia escisión, en el camino la distancia irá proliferando en el encuentro con los otros: la “asimetría en las visiones” sólo podrá confundirnos cada vez más. Viviremos desfasados, inevitablemente circuidos de distancias, en palabras de Rilke. He ahí el verdadero castigo: “un manzano tramando la desdicha” del “animal letrado”. Bajo su sombra continuaremos preguntándonos sin fin:
¿en qué descuido
se nos dejó a merced
de lo que somos?
He ahí nuestra maldición babélica con la que deberemos aprender a convivir. Reiniciándonos, en tanto podamos, hacia el grado cero del orden que nos circunscribe, querámoslo o no.
Y, sin embargo, seguimos…
Confiamos ciegamente. Somos instinto avanzando a paso lento en la cuerda floja de las ideas.
Pensar (o no) la existencia puede configurar el acto de existir: el lenguaje tiene la capacidad de poner en jaque la realidad, como si a su través creásemos sobre la materia, sumándole o quitándole, torsionándole los sentidos. El pensamiento como plegaria (errante en la herida primigenia, interpelación inevitable) y el lenguaje como entelequia que se vuelca sobre las cosas son dos de los pilares de esta obra. El primero no es sino la necesidad de comprender lo dado, la insatisfacción ante parte de lo que se atestigua, el deseo de entrar en un espacio común a otros; el segundo, la herramienta única con que contamos para arar en el vocabulario y alcanzar ese horizonte deseado que (ahora lo sabemos) es solo nuestro, único para cada quien (la certeza no basta para dejar de contradecir lo que se sabe, cuando lo que se sabe no nos satisface). Ante este panorama es posible “sembrar caballos” o emprender la búsqueda de “coser la materia al pensamiento” porque se extrae de la palabra con férrea voluntad aquello que se anhela e, incluso, lo inesperado, lo inhóspito mismo. Decir, dice la poeta, es muchas veces “inventar ropajes a lo inexistente”. La paradoja es que lo que aún no existe, semilla ínfima en el pensamiento, habita el mundo a través del cuerpo que lo piensa. Y ese es el delicado inicio de un modo de ser: la línea entre lo real y lo posible depende del orden de lo comunicable. En el pensamiento germina lo irreal cuando la concepción de lo que no existe todavía quiere ser dicha, pronunciada, compartida, para escapar de la mente encarcelada en el cuerpo hacia el encuentro con los otros. La semilla ínfima de lo imaginario tiene dos dones implacables: fuerza y fragilidad. Aliadas en su convivencia.
Hay por tanto una búsqueda de filiación. En los poemas va hilándose una suerte de prole: Si “el que canta da vida a hijos desvalidos”, y se lamenta por la “sfumatura de las cosas”, reconoce, además, ser parte de “hijos perdidos/ sin opinión/ frente al país que anhelamos”. El poemario observa atento cómo cae el tiempo sobre los cuerpos y las cosas, mientras la intuición hace equilibrio en la conciencia. Es ella quien quiere comprender y esbozar otros tiempos, hermanarse con lo nuevo, con el puro descubrir, fundando un linaje íntimo, desarmando la memoria, reubicándola, hilvanando el telar de los tiempos añorados y cantando lo que no pudo ser para ver qué pasa, como cuando se detiene en lo construido y sus nombres para dar cuenta del error en el nosotros. El horizonte vocal es dar vida a un mundo propio. Despegar de lo que es para emprender vuelo. Pronunciar el error, descascarar el equívoco y acercarse a incertezas desconocidas.
La conciencia es prosodia
a la espera de algo
arrojamos
al siglo nuestra voz inútil
La apuesta es arrojar la voz como salvación posible. En la espera se guardan el deseo y el ansia, también la palabra casa como promesa y el exilio como peregrinación por los sentidos. Inaprensibles pivotes estas palabras con alma de aire: “conciencia”, “prosodia”, “espera”, “algo” y “voz”. Todas ellas junto a otras con las que comparten una sustancia igualmente innombrable forman el etéreo museo de obsesiones que ha fundado su autora.
En el último poema, el libro se piensa a sí mismo, se intuye canto “de la promesa rota de volver a casa”. Como dice una canción, quizás casa sea la boca que no aprende a callar, casa sea el grito que la boca elige para escribir. Es posible entonces que nos opongamos a las palabras del poema que cierra este collar de cuentas y la promesa esté, en realidad, encapsulada en un mundo otro y cumpliéndose siempre. Porque los lectores sabemos sobre esta voz algo que ella seguramente ignora e ignorará mientras la escritura la habite: en la poesía ha sido capaz de fundar no sólo su hogar sino también el nuestro. Y de ese modo ha esquivado también la maldición babélica que recae, una y otra vez, sobre nuestra herramienta favorita, la lengua.
1. En La persona y lo sagrado (1942), consultado en https://crucecontemporaneo.files.wordpress.com/2013/03/simone-weil-la-persona-y-lo-sagrado.pdf
2. Ibídem.
3. Consultado en:
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