03 Mar POESÍA ARGENTINA: «EL CUERPO» DE CLAUDIA MASIN

Los poemas de El Cuerpo -asi como los de La vista y Lo intacto, libros anteriores de Masin- derivan de peliculas. Pero son cinematográficos no por depender de la imagen en sí, sino por habitar una narrativa ya contada, una historia cuyo final ya conocemos, y hacer de ella algo intensamente nuevo. Por respirar, se puede decir, dentro de un cuerpo ajeno que se vuelve propio también. Con ternura y ferocidad, y con la empatía -eléctrica y radical- que la caracteriza, Masin nos recuerda que el gran milagro de vivir sería poder decir -decirnos- «aunque la trama / esté llena de dolor, ni vos ni yo / cambiaríamos nada».
SELECCIÓN DE POEMAS
Las noches de Cabiria
De noche salimos como lobas a comernos las calles
pero somos más bien un perfume, ese
que trae el viento norte en los primeros
días del verano: el que anuncia
con su aliento pesado y cálido
lo que habíamos olvidado en los meses de frío
interminables. Que hay una gracia, que hay
una elegancia en esas fiestas del pueblo
que parecen ordinarias y paganas, que hay que mirar
más de cerca para verla. En la alegría feroz,
inmotivada, de los que nacimos
para ser bestia de carga está esa gracia.
Es fácil despreciarla. Nace y crece
igual que los incendios, a partir
de una chispa insignificante. No se necesita
gran cosa y ya está ahí, imponente,
la fogata que somos cuando nos desatamos
las que hemos venido
con las patas apretadas por la soga, listas
para convertirnos en la comida de otros.
Ya es un milagro que andemos sueltas. Da espanto
a las buenas conciencias que no se pueda confiar
en que la gente permanezca en el lugar al que ha sido
destinada. A qué esa terquedad, esa vehemencia,
si es más fácil agachar la cabeza
y hacer lo que se espera de nosotras: esconderse,
salir cuando somos llamadas, desaparecer si ya
no resultamos necesarias. Y sin embargo,
qué hermoso es mostrarnos, las plumas
multicolores agitándose en el aire, el baile
que festeja todo lo que no debe
festejarse: el verdadero milagro,
que es tener un cuerpo capaz de sentir
lo mismo que el cuerpo de las santas
pero no ante un dios sino ante el simple
contacto de otras manos. El sexo
es más poderoso que una plegaria, no lo saben
los que creen que es un anzuelo a clavar en las agallas
del pez hasta sacarlo del agua
boqueando desesperado. La más
maravillosa música es la que nace
de la pobreza y la fealdad, no lo saben
los que nunca la han bailado, es como un halo
bajo el cual todo se convierte en su contrario,
la muerte misma retrocede y se le entrega mansa. Cuidado
con los que no tenemos nada: cuando no queda
nada que perder se pierde el miedo y ay, yo te aseguro
que no quisieras encontrarte
con alguien que no teme, no quisieras
mirarlo a los ojos, sostenerle la mirada.
Los secretos
Un pueblo que ha vivido en guerra, muriendo
y matando, perseguido y persiguiendo, sabe
que no puede huir: donde vaya deberá llevar su tierra,
sus palabras, su dios, el horror que le han dado
y que repite. Las calles
de nuestra ciudad pequeña están lejos
de las bombas y los atentados suicidas, de los chicos
que cargan contra el pecho
un collar de explosivos como flores marchitas.
Acá hablamos de amor pero tenemos miedo
y el miedo y el amor están trenzados y son
indiscernibles, casi
como tu cuerpo y el mío. Me pediste
que te diga palabras capaces
de deshacer el mal que se nos hizo y
te las dije. Pero las palabras
no son confiables, son las cosas
las que no dejan entrar en ellas nada
que no sea cierto, que no sea
irreductible. Yo hubiera querido
darte una palabra, una sola, como si te diera
una piedra tosca y maciza en la mano, regalártela
y que te diga: este es mi cuerpo, sobre este cuerpo
construirás tu casa y tu casa y la mía
serán siempre la misma. En cambio te di
el latido inquieto, el pulso
del animal que fue alcanzado por la bala perdida
y quiere lo imposible: volver el tiempo atrás,
cerrar la herida, que no queden cicatrices,
de modo tal que nadie pueda
imaginar que se estuvo tan dentro de la muerte
como puede estarlo un cuerpo vivo. Vamos
a desobedecer la ley del dios que no comprende
que las mujeres tenemos que escribir
nuestra propia ley, intraducible,
porque ni las bestias más mansas
aceptan mansamente lo que las aniquila y no,
la aniquilación no es el secreto que nos prometieron,
el que nos va a salvar, el que debemos transmitirnos
al oído. No, el secreto yo no lo sé, no lo sabemos,
pero es mucho más potente que la inmolación
y el sacrificio, se parece más a la matanza
que dejan a su paso las jaurías de perras rabiosas
sometidas mucho tiempo
al régimen de la cuerda corta atada al poste
inconmovible, se parece a la resistencia enloquecida
en la que vos y yo insistimos, a la pura dentellada
que hundimos en la carne
de los que administran el encierro
y el castigo, a la lucha interminable
para no ser borradas del mapa como un país
que nunca estuvo, la tierra prometida
que sólo existe en los libros, esa tierra desolada
y tristísima donde van a parar las víctimas:
las mujeres que no acatamos el estado de sitio
y salimos por las noches a encontrarnos
como un comando, una guerrilla
que se defiende como puede de las fuerzas
de ocupación que las oprimen.
La mujer sin cabeza
De chica, el alma se me separó del cuerpo. El alma,
o como se quiera llamar a ese aguijón
que se lleva clavado en el pecho y va soltando en la sangre
el deseo de vivir como una medicina
más fuerte que cualquier virus. Se dice que el miedo,
un miedo lo suficientemente intenso puede dejar
al cuerpo solo, y el cuerpo solo no comprende
qué cosa debe hacer consigo, cómo andar por el mundo
sin perderse. Para curarse hay que volver al punto
de partida, al lugar, al tiempo en que se produjo el accidente,
el golpe, la marea de palabras o de actos que impactaron
contra una y la vaciaron por dentro, dejándola así: una caña seca
donde ni los insectos buscan refugio
o alimento. La sangre, dicen, se vuelve agua, un líquido
que no tiene el poder para mantener al corazón en movimiento
y que bombea y bombea pero ya no es
la droga potente que atraviesa
el circuito de las venas sino el fluido espeso,
quieto de una ciénaga donde crecen las alimañas
y un dolor ciego se asienta. El accidente
puede ser cualquiera, a veces
es el choque inevitable entre dos cuerpos:
el día en que caíste sobre mí no pude
retroceder ni defenderme,
conocí el pavor de las criaturas que se enfrentan
a un enemigo muy
superior a sus fuerzas. Entonces no sabía, ahora sé
que perdido por perdido,
es el canto del miedo el que vence al miedo,
el que lo vuelve inofensivo, una serpiente
a la que se le exprime el veneno
de los colmillos. Para que el alma entre
de nuevo en el cuerpo hay que empujarla
con la pobre, cobarde fuerza de los débiles,
como si el mundo fuera fácil de mover
de su eje, como si pudieran detenerse sus leyes,
revertirlas, como si recuperar el alma
que te arrebataron tan temprano
fuera posible.
Ondas que se desvanecen
Una semilla es capaz de volar kilómetros hasta caer
en la tierra indicada y fecundarla.
Cuando al fin llega, la flor de la que se soltó
hace tiempo se ha secado. Así nosotros.
En el intervalo entre tocarnos y no tocarnos
dejamos de existir. Si no hay voz,
si no hay piel, si no hay olor
ni cuello, omóplatos, manos,
sólo quedan palabras,
pensamientos, semillas
de las que va desprendiéndose
lentamente la vida que llevaban.
Pueden llegar a alguna parte, prenderse
en suelo firme o no tener ya patria. Nosotros
no tenemos una patria, para reunirnos
levantamos una casa de la nada. Cuando nos vamos
desaparece como si la hubiéramos soñado y con ella
el momento en que me tocaste
y te toqué, la chispa, la estampida, el odio,
el amor incontrolable. Apenas nos vemos
es tiempo de separarnos, de escindir una vez más
lo ya separado de antemano. Quedáte entonces hoy,
dame lo que se pueda: quiero tu infancia,
quiero contártela yo, quiero decirte:
esa mañana tenías cuatro años,
corriste, eras una yegua joven, te olvidaste
de la montura, la brida, las espuelas, hacía calor,
estabas sola en el mundo como solo saben
estar solos los niños. No había nadie
que pudiera frenarte, obligarte
a volver al encierro. El pecho, azul de tan negro,
te temblaba. No podías respirar
por el esfuerzo de la carrera, por la desesperación
con que escapaste. Yo ya estaba ahí,
yo ya no estaba. Cuando volviste a casa
te enfermaste. Tu madre te pasó un líquido
aceitoso sobre el vientre. Quemaba. Yo lo siento
en mi vientre ahora que recuerdo
con tu cuerpo. A los cinco años te agarraste fuerte
del pelo de tu padre, sonreías, tenías miedo de caer,
él te puso sobre sus hombros,
el sol te cegaba. Cuatro años, caminabas
con tu madre de la mano, caminábamos. Yo
estaba ahí, estoy ahora. Es temprano por la mañana,
sale una nubecita de vapor de tu boca,
hay muchos otros niños, están llorando.
Te soltaste de su mano, estabas
aterrorizada. Te calmé. Tenías seis años,
saliste al balcón con un chico, te avergonzaste
de que el viento levantara tu vestido. Me reí
cuando lo vi, me rio ahora que vuelve a mí la imagen.
Tengo que dejarte ir. Quedan las marcas, durarán
lo que dure el cuerpo en terminarse: un tatuaje en tu brazo,
un corte en tu abdomen, ya nada es mío o tuyo. Soy la voz
que te habla desde el pasado y ya sabemos, la voz
es lo primero que se olvida. Olvidemos. Ya tuvimos
todo lo que puede tenerse
y lo perdimos, la historia ya fue escrita: aunque la trama
esté llena de dolor, ni vos ni yo
cambiaríamos nada.
Las lágrimas amargas de Petra Von Kant
Yo tuve tu cuerpo. Quiero decir:
tuve el siseo de la serpiente cuando pasa,
una flecha entre los arbustos, la ráfaga
que dejó tras ella, su electricidad. Yo tuve el cielo
rajado por el trueno, un tejido más frágil
que la piel de un recién nacido abriéndose,
volviéndose a cerrar. Tuve la luz precaria, súbita,
violenta, la luz que dura un parpadeo antes
de que caiga sobre todas las cosas
otra vez la oscuridad. Tuve como se puede
tener en este mundo, como tienen el agua las cascadas
o el fuego los incendios: desprendiéndose. Pero creí,
con una fe rotunda, que era posible demorar
ese desprendimiento. Creí con la codicia con que creen
los santos en su dios. Con la certeza loca,
desmedida, de que existe una completa
posesión, la piedra que se funde en la montaña
y ya no es piedra, la materia que se convierte
en una cosa distinta a la materia, creí
en la existencia de un hálito
que respira como un alma en la piedra, en la materia.
Pero no había nada, o había
mi mano tratando de tocarte y eso
-yo no lo sabía- ya era más que suficiente
aunque el acto fuera errado: no se trataba
de tomar sino de dar, darte la furia
y el amor y la tristeza por no poder durar,
por haber sido traída aquí
a desear algo que no existe: la permanencia,
un cuerpo inagotable
como las historias que leemos
en los libros, esas historias que los muertos
les cuentan a los vivos
y que recomienzan donde parecen terminar.
Corazón salvaje
Pero las historias como la nuestra no terminan bien,
dijiste. Los animales raros pertenecen a los bestiarios
y se los señala con recelo, con risa,
con espanto: tienen astas, tienen uñas y garras,
tienen ojos y hocicos, sí, como los otros, pero todo
en ellos es desproporcionado: demasiado pequeño,
demasiado grande, no son domesticables, no responden
a la ternura ni al llamado, no aceptan un nombre
ni quieren la compañía humana, se aparean
y perpetúan una especie que no le importa a nadie:
ni para ser queridos ni para ser comidos sirven,
entonces sería mejor que no estuvieran, entonces
sería mejor matarlos. Hasta el latido
de sus corazones es desacompasado. No me digas
que soy lo más salvaje que conociste nunca, no me digas
que es hermoso ser salvaje. Encendámonos
como un fósforo en la noche. Que la cabeza, el cuerpo ardan
y en el momento exacto en que al cruzarnos
seamos el uno para el otro el pedernal, la chispa,
que caiga un temporal y de ese incendio inolvidable
no queden ni las cenizas: para qué
querríamos ser ceniza nosotros que fuimos
la intemperie, el viento que se levanta en la ruta
y hace bailar el polvo, la luz
violenta del disparo que se clava
en el pecho desnudo. Para qué querríamos
ser ceniza nosotros
que nos hemos reconocido por el olor,
por la sangre, que nos hemos mordido y desollado
como criaturas que no conocen la diferencia
entre el amor y el hambre.
El monstruo de la laguna negra
Nos parecemos: fuera del redil
todo es la misma sombra, se termina
el arco de luz que te protege. Si vas
a salir de lo común, mejor que seas
un monstruo poderoso, una criatura
dispuesta a dar pelea. Prometéme:
no vamos a convertirnos en la familia
que tuvimos. No vamos a confundir el amor
con una ciénaga donde se mezclan
el odio por la vida, el dolor, el miedo a separarse
porque afuera hay más peligros que adentro.
Adentro está la muerte, lo sabemos, hay que huir
como hemos huido siempre vos
y yo por separado, esta vez hay que irse
tan increíblemente lejos que no haya
regreso posible, neguémonos
a esa partida a medias, a ese estar y no estar,
a seguir alimentándonos con lo que nos envenena.
Yo llevo tus escamas en el cuello como el recuerdo
de lo que pudo ser, de mi pasado,
el nuestro, dos lagartos anfibios, estamos
muertos para el mundo si sabemos escondernos.
Sino el mundo encontrará la manera
de matarnos. Así ha sido siempre:
somos bestias con un caparazón durísimo
y un sentido de la vista tan potente que podríamos
descubrir lo que a cientos de metros se agazapa,
diminuto y certero. Somos capaces
de perder una parte del cuerpo
y restituirla lentamente,
fibras y células y músculos nuevos en lugar
de los enfermos. Pero nos creemos la presa,
estamos listos para el látigo
y el encierro. Vámonos de una vez a esos, tus reinos,
que en lo salvaje crezca libre y fuerte lo que aquí
nos hace débiles. Te espero
desde que intenté decir la primera palabra
y fracasé, desde que supe que no sabría hablar
el idioma que me dieron, que no quería
palabras tan llenas de culpa
y de tristeza. Las bestias
se adoran en silencio como dioses
que nadie más venera,
dioses que no aprendieron a castigar, que creen
en las enfermedades que se curan, en las fuerzas
que vuelven después
de una larga convalecencia, en la alegría
de soltar el cuerpo, una plomada
cayendo en el agua con un ruido sordo,
hundiéndose hacia la maravilla que hay allá,
en las aguas tornasoladas, profundísimas,
donde hasta el animal más tímido y arisco
puede mantenerse vivo si no cae
en las redes que le tienden para que vuelva a la tierra
a boquear al sol hasta volverse
una criatura normal que está dispuesta
a abandonar lo que más quiere por un poco de aire,
una supervivencia
en la que solo la punzada en las agallas
le recuerde a veces
que hubo un tiempo sin dolor, un tiempo
plácido, el tiempo de las mareas,
sin fin y sin comienzo, el de las criaturas raras,
las que no entran en ninguna clasificación:
feas, sucias, malas, libres
de la belleza normal, de la belleza mortífera
extranjeras.
La vida de Adele
Si tuviera fe. Si hubiera nacido en una familia
piamontesa en el siglo catorce, la hija
menor que muy pronto
muestra su inclinación por lo sagrado. Santa,
monja de clausura, destinada a un único amor
toda la vida, la vida tranquila
bajo cuya superficie
se desata la pasión por un cuerpo
que nunca va a tocar. Los sencillos,
hermosos rituales del que cree:
tender la cama, barrer la habitación,
rezar, encender una vela, adorar el día
que comienza, el que termina, confiar
en que termina para siempre
recomenzar. La ocasional crisis
que refuerza la confianza: todo está bien,
estamos protegidos, alcanzados
por el interés de alguien, su mirada
severa y compasiva
que es como un círculo de sal
del que nadie entra
ni sale. A alguien le importa,
dice la fe y sostiene el cuerpo
como una viga maestra. Yo conocí otra fe:
la que se clava
en otro cuerpo humano. Dormía
y mi sueño no tenía imágenes:
era el sueño de una piedra,
de un organismo pequeñísimo
que crecía en el agua, alimentado
por los minerales que traían
las corrientes subterráneas. Dormía
y me despertaste y ya no sé volver
a mi letargo. Yo conocí tu voz. Era cascada,
ronca, su textura la de la madera
en el lugar en el que ha sido
abierta por el hacha: aquí y allá
los restos de la matanza, las astillas,
los bordes ásperos. Yo reconocí
las venas de tu frente
con los dedos, vi la sangre
salírsete y correr por mi boca
y por mis manos,
no era un estigma que probaba
la existencia de dios, era la herida
que tenía que hacerte
para entrar en vos, la que pediste
porque no soportabas
permanecer confinada en un cuerpo
incapaz de dividirse, de ser dos.
Y fuiste dos, fuiste conmigo
dos, fuiste el revuelo de semillas
cuando se abren los pétalos
cerrados, fuiste la multiplicación
y ya no el solitario
tallo creciendo para nada. Lo que soltaste
al aire yo no lo pude retener
y quién podría, tan libre era,
tan abundante. No me hubieran
alcanzado las manos, no tenía
cómo atraerlo a mí, el mundo es tan vasto,
tan infinitamente variado, cómo
competir con él para que quieras
quedarte en un lugar, en uno solo,
y no seguir viajando. Yo no tengo la fe, no,
pero adoré tu cuerpo, me tendí
a tus pies, dije palabras
que se parecieron a una plegaria,
a la plegaria de los que van a morir y dicen gracias
por haber estado aquí. Yo repetí también
esas palabras y a mi manera, sí, rezaba, te decía:
aunque haberte encontrado sea
lo único sagrado que el mundo ha tenido
para darme, gracias. Fue hermoso
haber estado aquí y no lo cambio
por la inmortalidad del alma.
En cuerpo y alma
No sé hablar como hablan las personas.
Dentro, muy dentro de mí
llama una voz, yo no comprendo
lo que dice. Y cómo habría
de contarle a los demás
lo que no sé. Me hablaste:
las palabras que los otros me dan
son toscas, insensibles,
iguales a las piedras. Cómo manipularlas,
encenderlas, cómo extraerles el calor.
Todas las noches
tengo un sueño, el mismo. Somos
dos ciervos y el bosque se parece a mí:
quieto y vacío. Cae
la nieve, cubre silenciosamente
la tierra que pisamos con cuidado
como si fuera un cristal
delicadísimo. Buscamos agua y brotes tiernos,
no es fácil, yo
te sigo. Tus ojos me miran, me indican
por dónde seguir, me van llevando
al hilo de agua, a la pequeña
corriente que subsiste, a las hojas casi invisibles
que debajo del hielo sobreviven, verdes
como en un verano suspendido
en medio del tremendo, apabullante frío.
No hay nada que decir, nada
que decirnos. Florezco,
las patas ligeras, el lomo erguido, un animal
salido de la niebla, viejo y cansado y de repente
rejuvenecido
por la gracia sencilla
de andar en compañía. En el sueño
los hocicos se rozan al buscar el agua
en el mismo arroyito escaso,
finísimo. Es todo lo que sé
acerca del contacto
con otro cuerpo, es suficiente
para abrir los ojos al otro día,
para volver a ser una mujer
que no sabe tocar ni ser tocada,
que ha perdido, antes de conocerla,
la alegría de hablar como quien raspa
las palabras propias
contra las ajenas y ve surgir la llama débil
de un lenguaje compartido,
hermoso como el silencio entre dos bestias
que se rozan apenas
para hacerse saber esas cosas
que no pueden decirse.
Bye Bye Blondie
Yo no estoy curada. Me dieron
en la boca la medicina que podía
calmar la ira, la tendencia a gritar, a revolverse
cuando la aguja se hunde
y saca sangre del pozo de la vena,
como si fuera barro
y hubiera que limpiar el cuerpo,
sus impurezas, porque una mujer, cualquier mujer
ensucia lo que toca si no es sometida
a intensos rituales de desinfección, de brutal
pero necesaria limpieza. Yo no estoy
curada pero me dejo
hacer, brillo como una santa, la misma fe
en cosas imposibles, la misma
pasión con un nombre
diferente. No me será quitada
la rabia, ni muerta
esta perra dejará de echar espuma
por la boca ni de lanzar la dentellada
si la quieren
poner a dormir para que no sufra
ni cause sufrimiento. Vos y yo teníamos
un secreto. Estábamos vivas
aunque nos hiciéramos las muertas,
en medio del bombardeo un par de cuerpos
que sobrevivían con una única
estrategia: quedarse quietas,
no dejar que el pecho se agite
con cada respiración, desaparecer
del mundo de los vivos hasta que los vivos
nos dejaran en paz. La batalla es cruenta
y dura todos los años que tuvimos
y tendremos. Cuando parece terminar,
empieza. Y de nuevo a cubrirnos las espaldas
la una a la otra. No te vayas, no te canses
de pelear, un ejército de dos aunque parezca
modesto, inofensivo, puede hacer temblar
la tierra. No es que vayamos a cambiar las cosas:
la victoria es que las cosas
no nos cambien a nosotras. Y no es poco,
no es poco seguir buscándonos
en la noche como insectos que se apiñan
alrededor de la luz. Si vamos a quemarnos al menos
elijamos el fuego, encendámoslo nosotras
con las manos llagadas que tenemos y que la llaga
duela si tiene que doler, pero que sea
en nuestros términos, locas,
raras, mujeres que olvidaron
contra toda evidencia
cómo deben morir las mujeres:
dejándose matar
y agradeciéndolo.
NOTA BIOGRÁFICA
Claudia Masin nació en Resistencia, Chaco, Argentina, en 1972. Es escritora y psicoanalista.
Vivió desde 1990 hasta este año en Buenos Aires, Argentina. Actualmente reside en Córdoba, Argentina. Coordina talleres de escritura. Fue docente de la materia Poesía en la carrera de Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes de Argentina.
Publicó diez libros de poesía (entre ellos Geología, La cura, Abrigo, Lo intacto, El cuerpo) dos antologías de su obra y una edición de su Poesía Reunida (La desobediencia). Ha sido editada en Argentina, España, México, Brasil y Chile. Textos suyos han sido traducidos al francés, inglés, sueco, portugués e italiano. Su libro La vista ha obtenido por unanimidad el Premio Casa de América de España en 2002.
Su libro Abrigo ha obtenido una mención del Fondo Nacional de las Artes en 2004.
Su libro Lo intacto ha obtenido un premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina en 2017.
Su poema Tomboy del libro Lo intacto, en traducción al inglés de Robin Myers, ha ganado el premio 2019 de la revista Words Without Borders/Asociación de Poetas Norteamericanos de EEUU.
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