24 Nov «LOS HIJOS DE LA JAURÍA» DE ESTELA ZANLUNGO, POR CLAUDIA MASIN

FOTO: NICOLÁS MENDEZ CASARIEGO
Entonces barremos los escombros /nos achicamos /llevamos inventario de lo que va quedando en pie escribe Estela Zanlungo.
Pero ella en su escritura no se limita a barrer los escombros ni a llevar inventario, no se achica: este libro no es la mera crónica de unos años infames, sino que es la cicatriz misma de ese tiempo en nuestros cuerpos, porque -se sabe- si una escritura no se inscribe en el cuerpo de quien lee, si no lo atraviesa y lo lastima y en el mismo acto lo cura, no hay allí poesía. Y en Los hijos de la jauría -qué duda cabe- hay poesía, hay un acto de transmutación por el cual lo horrible, lo injusto de la saña del poderoso hacia el más débil se convierte en la revuelta que va a liberarlo, en el malestar que primero se acepta mansamente, como acepta el agua el dique que la aprisiona, hasta que llega un impulso venido no se sabe bien de dónde, que destroza lo que había:
Sin embargo /dice Zanlungo/ en la luna menguante que me quedé mirando anoche/a través de la copa medio llena de vino,/no se ve nada que haga prever un desenlace,/cuando los que han perdido todo caigan sin avisar,/pidan permiso y guarden/una ración de nuestras vísceras/para saciar la hambruna de los niños
/de la jauría.
No se ve en este libro nada que haga prever un desenlace, salvo el horror que reverbera en cada uno de estos poemas junto a una rabia que parece dormida, anestesiada por los actos con que los seres humanos nos sostenemos día a día (hay que cuidar de la casa, de las plantas, de los gatos, hay que mantener las cosas vivas, hay que mantenerse una misma con vida aunque haya quienes han perdido todo). Y es que reverbera al mismo tiempo en este libro una esperanza, crecida contra toda evidencia, porque así es la esperanza y así es su terquedad, su insistencia:
La puerta que vio esfumarse el porvenir,/querida, /su hueso de madera memoriosa/conserva entre los nudos la línea de tu espalda/hasta que se haga la hora de volver.
Se decía que no volvería más la palabra que valiera no como moneda de cambio sino como contraseña, como antídoto. Se decía que la palabra capaz de contener en sí el dolor y la fiesta de los desposeídos, la palabra populista (así, con desprecio usado el adjetivo, como si fuera un insulto hablar de pueblo, como si pueblo fuera una maldición y una desgracia) estaba muerta.
Zanlungo la trae de vuelta, más viva que nunca: es que por algún lado tiene que supurar/tanto callarnos. Se hizo la hora, sí. Para el pueblo, para la poesía, se hizo la hora de volver.
Según pasan los años
En tanto se nos mueren los gatos, los niños
nombran cosas, como si nunca hubieran existido.
Yo me acostumbro al daño y corrijo de noche
con el ruido del agua subiendo al tanque
y el chirrido de fondo de los últimos trenes.
Dos veces se hizo amarilla la sombra de mi casa,
dos veces
para ver a sus huesos
vaciarse y encenderse de nuevo.
Aquí los hijos cambian de país;
yo aprendo de ellos cosas imposibles
de interpretar con mis papeles
y si se pierden los hijos de otros hombres
salimos todos como si fuese el nuestro,
para que finalmente le digan a la madre
que el río lo arrastró corriente arriba.
En los últimos tiempos las cifras oficiales
dan cuenta de unos números
que no podemos retener de tantos ceros
y a quién le importa de acá a cien años,
cuando ha llovido con una persistencia endemoniada
tres semanas de barro en el jardín:
a algunas plantas se les pudrieron las raíces,
ya no hay lugar donde esconderse
ni sitio donde colgar la ropa húmeda.
En este barrio hemos dejado de contar
las guerras, nos juntamos en plazas
y cuando las enrejan nos juntamos en calles.
Pero eso sí: los gatos se nos mueren,
crecen los niños como la menta en los rincones
sin importar qué nos parezca
y aprenden a decir palabras
dulces como el amor correspondido.
Los hijos de la jauría
Otra vez han venido a dormir
bajo el alero frente a la ventana.
Desde adentro espiamos,
a veces nos reímos de cosas que no sabemos explicar,
genuinamente nos reímos
como haciendo de cuenta que hay un incendio
pero en alguna parte vieja de la casa
que se desploma y carga el aire de una arena
que no termina de matar.
Entonces barremos los escombros
nos achicamos
llevamos inventario de lo que va quedando en pie.
Los animales afuera
se arriman entre ellos cuando se hace de noche:
esa facilidad para enroscarse y contagiar
la idea de un cuerpo duro plegado sobre sí.
Estos no son de acá, no son como el perdido
que esperaba a su dueño
y le mojaba de baba la camisa.
Estos no temen nada,
toman la calle como propia y de día se van.
Siempre hay algún vecino
que arrima un plato con las sobras de anoche;
será por eso que vuelven al tinglado
o por si llueve.
Tampoco hay que ser perro para reconocer
por el olor los días que se vienen, algunos
ya van sobre los huesos,
se refriegan los lomos
hasta que sangra o deja de picar.
Yo me traería uno, le pegaría un baño,
que se quedara sentadito en el porch
mirando a los de enfrente
con el pescuezo un poco erguido
y rascara la puerta para entrar a dormir.
Ahora seguro están haciendo tiempo
en el semáforo,
donde los autos se detienen con las puertas trabadas
y ellos aspirarán profundo el aire
o lo que tengan a mano, volverán
al alero cuando no quede nada
por morder
por perder
lo primero que pase.
Contra reloj
Lo que era olor a fuego
una columna de humo diluida en el aire
ahora es una llama
que sube por el árbol donde empollan las hembras.
Había un bosque lejos
y venían los trenes ardiendo por las tripas
pero todo llegaba como detrás de un vidrio
que escindía la vida
de las cosas que siempre les pasan a los otros.
Un animal que ha ardido en otra parte
trae un velo en el lomo
y cuando se sacude, enciende de ceniza
lo que está a la intemperie.
En las veredas de mi barrio
se está incubando un viento sospechoso:
huyen los perros hacia ninguna parte
y hay un ruido de pájaros descerrajando el cielo.
Los que se quedan saben que por la vía muerta
no hay nada más que hacer,
algunos han comenzado a afinar el instrumento
empiezan a cantar
y nadie ha preguntado cuánto falta.
NOTA BIOGRÁFICA
Estela Zanlungo nació en Lomas de Zamora, Provincia de Buenos Aires, Argentina. Es poeta, docente y Técnica Superior en Coreografía e Interpretación de Tango (Escuela de Danzas Tradicionales Argentinas de Lomas de Zamora).
Publicó:
Soñar con agua (del Dock, 2014). Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes, República Argentina 2012
Los días del Buitre (La mariposa y la iguana, 2018), con prólogo de Claudia Masín, declarado de interés municipal en Lomas de Zamora, Argentina, 2018
Los hijos de la jauría (Vuelta a casa, 2020) con prólogo de Claudia Masín.
Formó parte de las Antologías 2008/2009 y 2010/2011 de la Biblioteca Nacional de la República Argentina, con selección y prólogo de Liliana Lukin.
Sus poemas han sido publicados en Antologías nacionales e internacionales y en sitios digitales.
Se encuentran inéditas sus obras La estación del sol oblicuo, Gerli y Casa de buey.
Coordina talleres de escritura y lectura en Adrogué, Provincia de Buenos Aires.
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