15 May «CARLOS LÓPEZ DEGREGORI O EL ARTE DE LA PESTE», POR CLAUDIO ARCHUBI

Muy a tono con estos tiempos en que vivimos, presentamos en La Primera Vértebra un poema en prosa inédito de este escritor de larga trayectoria, que en su libro “Cielo forzado” (1988) se ha auto-definido como “un artista de la peste”. La imagen no es caprichosa si pensamos “la peste” como símbolo de la vida pulsional baja y secreta en la que abrevan muchos escritores para alimentar de vida sus textos. El poeta peruano Carlos López Degregori ha logrado maestría en la transformación de ciertos clichés o golpes de efecto propios del género fantástico para destilarlos, como “substancia concentrada de la peste”, en la más contundente y precisa poesía de su país en esta extraña línea experimental. El distanciamiento del yo poético a partir de máscaras ficcionales, más propio de la narrativa, ha sabido tomar su cauce en la poética de nuestro autor, sin desproveer de intensidad rítmica y emocional al texto, llevándolo a profundidades simbólicas a manera de enrarecidos mitos personales, a través del formato del poema en prosa. Junto a su inédito, extractamos otros poemas destacables de su obra reunida “Lejos de todas partes!”, publicada el año pasado por La Universidad de Lima y recientemente liberada en PDF. Material invalorable.
ÚLTIMO RETRATO
Carlos Alberto tiene nueve años y trae a un niño ciego. Corren juntos envueltos en la blancura de esta casa persiguiendo una luz. Es diciembre. Y en diciembre grita ciego el mar. Y grita la noche despavorida y gritan ciegas las estrellas.
Carlos Alberto tiene once años y vive en cajas baúles túneles pozos madrigueras. Habla con los animales. Esconde palabras extrañas en los árboles.
Carlos Alberto tiene trece años y sigue a Purísima en el sueño. Se sostiene con sus manos en el aire. Camina con sus pies. Se hunde en sus ojos. Respira sus incendios. Es octubre o es diciembre otra vez. Y en diciembre camina santo el mar llamando con sus palabras de sal a los dormidos y corre blanca la noche y corren blancas y santas las estrellas.
Carlos Alberto es nadie y nadie es Carlos Alberto.
Carlos Alberto tiene diecisiete años y escribe días sábanas desiertos países. Vidas que jugará y caminará y romperá y perderá. Cuerpos que serán Claudias Marías Roxannas Julias Lucías Mirandas Aldanas. Es octubre o es agosto o es diciembre otra vez cuando se levanta santo el mar. Los ángeles vuelan en la oscuridad. Las estrellas dejan heridas terribles en los dedos.
Carlos Alberto tiene cuarenta y ocho años. Vive en lo que pierde en lo que espera en lo que falta. Hiere. Miente. Anuda trenzas ríos resplandores. Es diciembre. Y diciembre es la noche y es la sombra que se desprende de la luz.
Carlos Alberto es nadie y nadie es santo el mar.
El mar es santo el sol.
El sol es blanca la noche y los ángeles ciegos.
Carlos Alberto es nadie. Y nadie se sienta este catorce de diciembre a escribir:
soy tres vidas tres alientos tres fulgores y una sola muerte de amor
interminable.
Tengo esta bala de helada plata para ti.
Anoche la preparé con sucia, infalible, dulce sangre. Recé horas con ella. La acompañé con velas y las más secretas jaculatorias.
Primero la cegué porque una bala nunca debe ver el aire ominoso ni el cuerpo que encontrará. Después la ensordecí para que no escuche los gritos ni las amenazas ni la música de la carne y los huesos partiéndose.
Solo le dejé los labios para que pudiera silbar.
Entiéndeme:
los silbidos son las palabras de las balas: son sus besos últimos y desaforados adentrándose en la lisura de la noche: su extrañeza, su ruego, su respiración.
HERIDA DE TU HERIDA
(diciembre 14)
He alumbrado una diosa o un dios. No sé si salió de mis ojos o mi boca, pero cuando desperté estaba allí como una herida enorme de amor viva o una flama.
Empezó a extender sus manos, a probar su pulso en una extraña música, a intentar sus primeros pasos y palabras. Y un instante me miraba fijamente y era un dios, y otro instante se desvanecía en una sonrisa de humo y era una diosa.
***
(diciembre 15)
Ahora tendré que decidir:
¿dejaré que crezcas?
¿te llevaré a pacer como un cordero por las más altas montañas?
¿te abandonaré en una cesta
o en un bosque entre lobos y cuervos?
¿te despeñaré?
¿moldearé tus labios en un idioma extraño?
¿coseré tu amor a mis pies
como una sombra?
¿y qué nombre te pondré
para reconocerte
cuando pasen muchos años
y vuelvas
como una falta
o un destino cumplido
a buscarme?
***
(marzo 15)
Se volvió un cordero con flamas en lugar de vellones y venía a lamer mis piernas, a pacer en mis manos y mis ojos.
Balaba mortal y yo le contestaba. Reía con sus dientes de tizones. Se enroscaba a mi lado como un bulto de amor.
***
(abril 3)
En abril compré lápices y cuadernos para enseñarle el alfabeto. Una diosa o dios tiene que conocer el misterio de las letras y escribir sus milagros y parábolas para la posteridad.
Trazábamos la A cien veces amordazando la voz.
La E eléctrica y rabiosa, caída en éxtasis con los brazos
abiertos en cruz sobre el suelo.
Torva la I.
La O respirando en una cámara de oxígeno
o en un pulmón de acero.
La U insomne, dura.
Y las repetíamos con la perfecta inflexión, presintiendo que para cada letra hay otra oculta como una sombra o una espalda, y que solo con ellas podemos decir nuestros nombres.
***
(junio 2)
Un día estás. Otro día ya no estás.
Una noche duermo contigo en mi habitación y despierto en una calle empedrada, llena de gatos, en Praga. Pero yo nunca he estado en Praga. Pero yo nunca te he visto dormir ni caminar por los hilos del sueño.
Un día crees o descrees. Un día me temes o te temo en un solo miedo al unísono. Un día sabes. Otro día no sabes.
De mañana eres un cordero. De tarde una paloma. De noche un ciego animal de amianto que no se deja ver y escarba galerías en las paredes. Abro mi oído para escucharte y no te escucho. O sí. Te escucho como un diente: como una estrella: como un pozo: como un latido.
***
(junio 19)
Bostezas y sale una luna de tu boca.
Caminas y brotan rosas de tus pasos.
Te sientas a la mesa y pides hostias de comer. Yo te anudo una servilleta al cuello y te las sirvo en un blanco plato con tenedor y cuchillo.
***
(junio 20, por la noche)
Cada día te pareces más a una lengua encendida. Te veo saltar de un lado para otro, buscarte en los espejos o en la santa imagen de la pared. Te escucho hablarte con dulces e inadmisibles palabras.
Enciendo un fósforo y caminas siguiéndolo como si se tratara de un faro. Voy a ser tu Amor, le dices o me dices. Voy a ser tu Virtud.
Enciendo otro fósforo. Clausuro con trapos húmedos las ventanas, el filo de la puerta y abro la llave de gas. Me tiendo en un rincón mientras tú sigues caminando. Tomas mi lapicero y escribes este poema.
***
(junio 21)
Al día siguiente ya no estaba. Tal vez enfermó de luz y se marchó o fue perdiendo su cuerpo y su aire hasta desaparecer.
SERÉ HERIDA DE TU HERIDA
había escrito en la pared.
SOMOS EL ALIMENTO DE DIOS
Somos el alimento de Dios. Él nos mastica con sus mandíbulas de tierra hasta que solo quedan los huesos absortos en su duración. A veces su boca es de fuego y canta desde sus crepitaciones o de agua si la muerte nos alcanza en el mar. A veces sobrevuela con su ropaje de nubes sobre nuestros cuerpos. Dios se vuelve cuervo, rasga el aire con sus graznidos para celebrar su inteligencia. Vi cuervos en un documental: recortaban ramas filudas y las usaban como alfileres para atravesar los gusanos ocultos en las hendiduras de los árboles. Uno más grande instruía al pequeño y le ofrecía un gusano blanco que se retorcía. Pensé que el cuervo aprendiz hacía su primera comunión y sonreí como debe hacerlo Dios cuando nos mira antes de devorarnos.
Comer y ser comidos en un ruido o en un silencio de alabanza. Tronar, desgarrar, moler, mascar, chupar. El 21 de junio de 1961 hice mi primera comunión. Recibí el cuerpo de Dios como alimento y lo guardé en la gruta de mi inconsciente. Conservo varias fotos. En una estoy tomando desayuno y mi madre está detrás. Bebo de una taza de chocolate que contrasta con la blancura de mi ropa y el lazo en la manga con un corazón bordado. La foto es en blanco y negro. Hostias y cuervos. Antes de la primera comunión hacíamos un examen de conciencia, orábamos, escuchábamos historias. Recuerdo la de San Tarcisio llevando el pan consagrado a los prisioneros cristianos que serían martirizados. Unos jóvenes romanos lo detuvieron en el camino y quisieron arrebatarle las hostias que llevaba. Él las protegía con sus manos sobre el corazón. No pudieron quitárselas y lo apedrearon hasta matarlo. Recuerdo a Santo Dominguito de Val, el niño de Zaragoza que fue detenido en las callejuelas que rodeaban la sinagoga. Los judíos le pidieron que pisara la figura de Cristo. Él se negó y fue crucificado en un madero. Usaron su sangre para cocer el pan ácimo y su cadáver decapitado fue arrojado al río Ebro. Dos pequeños santos que fueron monaguillos. Yo solo lo fui en un cuadro teatral: los doce monaguillos para recordar a San Tarcisio. Sigan acolitando alguna misa, algún rosario. Actué como vinajeras en la representación y en una vuelta debía tomar el falso vino que solo era agua. Giros, voces infantiles que anticipaban algún castrati. Doce monaguillos vestidos de rojo, como cuervos con un trastorno de color. Comer y ser comidos. Devorar aves, niños vestidos para la primera comunión que después serán adultos y ancianos en la jaula de sus recuerdos.
Y crecí. Fui desdoblando vidas muy lejos de Tarcisio y de Dominguito de Val. No comulgo, pero ahora creo en un Dios a la medida de mi extrañeza. Es la resistencia de mis huesos, de mi cráneo que será una catedral si así lo dispones.
NOTA BIOGRÁFICA
Carlos López Degregori (Lima, 1952). Ha publicado once libros de poesía entre los que se cuentan Las conversiones (1983), Cielo forzado (1988), El amor rudimentario (1990), Aquí descansa nadie (1998), Retratos de un caído resplandor (2002) Una mesa en la espesura del bosque (2010) y La espalda es frontera (2016). Sus poemarios son los capítulos de un único libro titulado Lejos de todas partes 1978 – 2018 que ha escrito a lo largo de cuarenta años y que fue publicado a finales del 2018. Recientemente han aparecido Campo de estacas (2014), Herida de mi herida (2015) y 99 púas (2017), tres antologías de su obra editadas en Colombia, Chile y España respectivamente. Su último libro es A mano umbría, un volumen de límites borrosos que reúne memoria, testimonios, poemas en prosa, componentes de ficción y ensayos. Ha participado en numerosos encuentros y festivales de poesía. Sus poemas figuran en diversas antologías peruanas y latinoamericanas. También ha publicado ensayos.
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